Con cierta edad abrió una vidriera por una vieja calle que reservaba un cierto encanto colonial. Su puerta principal era de madera que daba pase a un espacio de techo alto que llenaba de luz con unas encantadoras lágrimas que él hizo, ofreciéndolas a la vista como muestra de su habilidad. El arte de sus creaciones que concretaron la apertura del negocio obedecían también a una necesidad de subsistencia. Sus clientes no eran inmensas iglesias ni refinados aristocráticos, por lo que sus contadas lámparas o las lágrimas eran hechas muy raras veces. En cambio urgían por esos días usar algo más de masilla y una medida corta de vidrio para reemplazar alguna ventana rota reventada por algún crio con una pelota, palomilladas que acostumbraban darle de comer.
La concepción que construyó su mujer en cuya figura asimilo alguna identidad trajo una descendencia ajena a sus aficiones, desarrollada en un contexto diferente, partícipe de otros vidrios rotos al que él, ya mayor iba a reparar.
Sin embargo su costilla tuvo entre su prole a una mujer que ha diferencia de sus prójimos eligió permanecer con su anciano creador. De este aprendería el juego peculiar y misterioso de los espejos, escondiéndose en ellos y gritando para ser encontrada por aquel fabricante de irrealidades al que llamaba padre.
Desde aquel momento solía vérsele al vidriero pasearse con aquella hija saludando a sus cercanos, cruzar las sendas y recurrir a dependientes por algo de víveres. Esa adopción que cortó su soledad lo comprometía a cuidados del mismo grado de los que tenía con sus lágrimas o lámparas. Una forma frágil del mismo material que vive y grita.
Sin embargo su costilla tuvo entre su prole a una mujer que ha diferencia de sus prójimos eligió permanecer con su anciano creador. De este aprendería el juego peculiar y misterioso de los espejos, escondiéndose en ellos y gritando para ser encontrada por aquel fabricante de irrealidades al que llamaba padre.
Desde aquel momento solía vérsele al vidriero pasearse con aquella hija saludando a sus cercanos, cruzar las sendas y recurrir a dependientes por algo de víveres. Esa adopción que cortó su soledad lo comprometía a cuidados del mismo grado de los que tenía con sus lágrimas o lámparas. Una forma frágil del mismo material que vive y grita.
La pausa se la regaló la edad y los cuidados necesarios su sapiencia en la materia. Sin embargo no podía inferir en los impulsos ajenos, en la desalineada y peligrosa calzada o por aquellos apresurados pasos que buscaban participar de alguna carrera para ir o venir hacia y desde cualquier parte.
Una mañana el vidriero con la hija caminan por la avenida principal, a su derecha como flechazos se veían pasar a los automóviles por lo que atino apoyar a su prole en su brazo izquierdo. Su ruta contravenía el tráfico sintiéndose un acercamiento brutal en el avance de estas sagitas. Se aproximaron a una casa de ventanas abiertas cuya derecha abultaba en la pista un desnivel que advertía cualquier desborde. Sus pasos iban a darse en un cruce fatal con una materia que contradecía exponencialmente la velocidad de su pasaje. Al llegar este vehículo al bulto de su sendero y al estar nuestros caminantes en aquella paralela situación se escuchó en el golpe que sobresaltó el carro un grito seco, uno solo que daba a entenderse como respuesta a un golpe. Una exclamación angustiosa que regalaba dolor a quienes la escuchasen.
La desesperación que despertó en los ocupantes de aquella casa que ofrecía sus ventanas abiertas a la luz y a los ruidos de los motores, género que corrieran hacia aquella calle que adelantaba por el escándalo que lo había precedido, un tinte rojo y espeso, y que atendida la curiosidad tendrían luego que limpiar.
Abrieron su puerta y encontraron a Augusto con su hija, quienes sorprendidos por su estrepitosa aparición los miraban fijamente.
Abrieron su puerta y encontraron a Augusto con su hija, quienes sorprendidos por su estrepitosa aparición los miraban fijamente.
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